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La muñeca
Carmela Eulate Sanjurjo

Manuel Zeno Gandía, “Prefacio” a la primera edición (1895)

Al conocer el manuscrito de La muñeca recordé a Hoffmann. La fantasía del célebre cuentista creó el maniquí, un mecanismo físico que engaña a un pueblo, y la señorita Eulate crea en La muñeca un mecanismo psicológico que logra engañar a un hombre y volcar la dicha de un hogar. Una diferencia resulta en favor de Carmela Eulate: el mecanismo de Hoffmann fue habilidosa ficción de un artífice, roto, al cabo, por una mano vengadora, en tanto que La muñeca vive, palpita, se la ve revolverse en nuestro medio social, y su autor la rompe, la destroza, la descompone hasta su más íntimo resorte para presentarla, con piedad moralista, abierto el corazón y transparente la cabeza.

Véase el maniquí... Un relojero de Ginebra idea un pasmoso mecanismo que encierra un cuerpo de cartón de hermosa apariencia. Todo es admirable: la pintura semeja carne sonrosada, ojos expresivos, boca viviente; la múltiple combinación de ruedecillas, realiza los movimientos del ser humano. el maniquí parpadea, suspira, camina, sonríe; oprimiendo resortes especiales, emite sonidos, canta, pronuncia palabras.

Es una maravilla que hará triunfar al relojero de la enemistad de sus émulos. Terminado el maniquí, la sociedad de Ginebra es invitada a gran fiesta: díjose que la hija del relojero, hermosa niña de quince años, saliendo del claustro donde la educaran, iba a ser presentada al gran mundo. La hora de la cita llega y el artífice presenta de la mano al maniquí, a su hija, y tan profunda es la sorpresa y tan completo el engaño que todos creen humana la figurilla compuesta por fuera de cartón y por dentro de una urdimbre de ruedas dentadas y espirales. Hoffmann, joven y arrebatado, queda cautivo de tanta belleza. Aprovechando propicia ocasión, póstrase a sus pies y le declara amor eterno. El maniquí, que tiene cuerda para buen tiempo, sonríe y parpadea, mueve la cabeza y suspira. Hoffmann la apremia, le toma de la mano y tocando casualmente disimulado resorte, obliga al mecanismo a decir oui!... oui! Al verse amado, el joven cobra ánimo. La frente de la doncella es tersa, suave, serena. Quiere besarla y toma entre sus manos la cabecita hueca, oprime otro resorte y el maniquí entonces, salta y se lanza, en el salón, a su movimiento circular y continuo parecido al que Hoffmann atolondrado, la sigue, la cree loca, ruega en vano, clama… Entonces, la catástrofe: el relojero tiene un enemigo a muerte que sospecha la superchería. Llega en aquel momento, ase la figura que voltea vertiginosamente, la empuja a un gabinete vecino, la rompe en mil pedazos, vacía los rellenos, desplaza las transmisiones, quiebra los espirales, arranca las ruedecillas, y ante la asombrada aristocracia de Ginebra que acude a la sala, arroja el informe montón del maniquí, aún palpitante, aún alentando engañosa vida, con alambres vibrantes y ruedecillas trémulas. El relojero ve destruida de un instante su obra de tantos años, la sociedad lanza una carcajada y el émulo queda vengado.

Carmela Eulate encontró en la vida real otro mecanismo engañador. Una mujer hermosa, llena de gracias, de atractivos, pero a la cual la ceguedad materna no supo dar alma. He ahí un ser terrible, un ser peligroso. Un hombre generoso cae rendido ante sus encantos. La ama, no analiza, no puede adivinar al áspid enroscado en el pedúnculo de la rosa, y la hace suya. Fórmase un hogar, eso que se llama hogar aunque sea infierno. Cásanse para ir en pos de la felicidad, que él comprende y espera, que a ella no le ha ocurrido nunca en la ceguedad de su torpeza y en la acritud de su mal corazón. Una mujer es algo desprendido de la mano de Dios, pero si la arrebata el instinto o la malea el abandono o la desvía la mala educación, entonces es algo pavoroso que espanta y desconcierta y hunde; algo, que hiere al hombre, destruye la familia y desequilibra el mundo. La muñeca hizo de aquella unión un abismo de infortunio. No había por dentro luz de cielo para suavizar las penas del hogar, ni dulzura hiblea para disimular lo acerbo de la vida. Aquel artificioso montón de carne, le fue entregado a Lasaleta, que honrado, sencillo y caballeroso no sospechó que los cíngulos serían cadenas y la elegante del tocador terrible, arpía. Resultó lo lógico: una víctima, y esa víctima, antes de inmolarse probó la agudeza del odio, de ese odio terrible, más implacable que ninguno, que debe sentirse por aquello que se amó, cuando lo que se amó envenena, mata y pisotea. lnmólase la víctima: el verdugo queda por el mundo tal vez para vivir idiota sin darse jamás cuenta del dolor causado y del crimen cometido.

Cuando conocí el manuscrito de La muñeca confieso que experimenté deseos de volverlo a leer. Observé allí, dicho en síntesis, un instinto dramático que logra conmover, una lisura descriptiva que sin fatigar la atención la lleva por innúmeros detalles de la vida real, y cuadros esbozados con fácil estilo. Observé además una originalidad como yo la entiendo. La muñeca está ahí: se la encuentra, acaso sin esfuerzo, ha vivido, la hemos conocido. Creo que la novela que no surge de la vida es monstruosa y perjudicial. Dejemos a los románticos inventando argumentos como los escenógrafos pintan decoraciones; dejémoslos deteniendo el natural avance de las letras de la ciencia del arte, con sus ridiculeces rebuscadas y sus seudosentimientos que ilusorios y su idealismo que no creen. ¡Vamos a la vida que es lo que importa! Lo que nos rodea es muy bello aunque sea feo. Dios, suma belleza, creó poesía hasta en la fealdad, hasta en los románticos, que no saben entenderla. Lo que vive es lo que infla al mundo de poesía, y si la novela ha de ser cosa seria, debe sacudir el embuste y huir de los delirios. Un arte para cada cerebro es mucho pedir. El arte realiza lo de afuera, lo externo, y al tamizarse en las peculiaridades personales, ni debe malearse con subjetivismos pueriles, ni mancharse con ficciones malsanas. En lo externo está todo, y es fuerza estudiar la vida como la vemos, no como la quisiéramos en horas de candorosos platonismos.

Sentí, pues, vivo interés al conocer La muñeca porque la acción, en ella, está arrebatada a la realidad. Esa mujer sin corazón no la ha creado un soñador. Carmela Eulate la toma de la vida y como fue y pensó y sintió, así la hace descubrir por las páginas de su selecta novela. Me interesaron vivamente sus páginas llenas de verdad, como los paisajes trasladados con exactitud al lienzo interesan al observador. Siempre me atrajo esa admirable facultad que permite al artista hacer realidad. En mis gustos, avanzo todavía un poco más: creo el naturalismo lo único formal, útil y positivamente artístico. Este es un pleito viejo, cuestión aún no resuelta, pero cuya solución camina en silencio como el crecimiento de las estalactitas. Se llegará al cabo, porque así como con el cambio de los tiempos y de los gustos, prospera incontrastablemente el desenvolvimiento de las ciencias, el naturalismo, fórmula científica, procedimiento lógico y razonable, (si es que el mundo artístico no ha de convertirse en una casa de Orates) prosperará también con el cambio de los tiempos y de los gustos, por ser una rama divergente del gran tronco de las ciencias que de él recibe savia y vitalidad y crece también ascendiendo, subiendo, remontándose hacia la suprema fórmula, hacia la infinita belleza, hacia Dios. En este asunto es inútil dar el pecho a la corriente: ¿vivimos? pues que vivan las obras del ingenio humano.

El gran modelo está extendido ante nuestra vista: una creación que aún no acertamos a comprender; un mundo psicológico que nos necesita y nos reclama. Hay que perseguir las evoluciones de los átomos con el microscopio y el telescopio y el reactivo; hay que analizar las tempestades del alma dentro de la moral y la filosofía y las artes con el naturalismo. Que no se vuelva la cara horrorizada ante la realidad, porque donde quiera que se vuelva se la encuentra y porque si los átomos cristalizan a veces en diamante y en oro, las almas se funden también en la verdad, las virtudes y el bien...

Decía, pues, que esa privilegiada facultad de crear realidades es la predominante en el libro a que dedico estas líneas. Carmela Eulate es un filósofo, es un novelista. De ambos resulta el artista que yo admiro en La muñeca. El análisis es en sus manos una fuerza poderosa; en los detalles, a cada golpe de martillo, resulta una emoción; en el conjunto, el cuerpo estudiado es transparente. Rosario, aquella mujer lindamente odiosa, es analizada con notable exactitud. Lo que pasa, debe pasar, como si a sus actos y a sus pensamientos y a sus resoluciones presidiera el mandato de indominable fatalismo. Desde el regazo de su madre, madre porque la echó al mundo, hasta su soledad de viuda poseída de espanto ante el cadáver del esposo suicida, discurre esa lúgubre historia como agua caída, como torrente despeñado. Si se quisiera contener ésta, necesitaríase represar arriba, porque una vez lanzada en el declive, cae fatalmente. Si se quisiera reformar a La muñeca, sería preciso volverla a aquel regazo y llamar a las puertas del corazón de aquella madre y rogarle por el cielo que evite los infortunios del porvenir siendo madre verdadera, haciendo buena el alma filial. De este punto resulta la severa moralidad del libro.

Carmela Eulate es muy joven y sirve así a la sociedad y a su tiempo. ¿No es esto hermoso? Una pensadora de pocos años, una analista minuciosa, una observadora de gran discreción y serenidad: así la veo mostrarse en La muñeca. Su estilo fácil, desprovisto del abrumador adjetivismo que suele ser corriente a líricos y prosistas, y de simpática sencillez, favorece dócilmente los intentos del autor. No se busquen allí las circunstancias de lugar, los testigos mudos de la vida, que rodean a los seres: todo pasa allí en lo interno de un hogar primero, en lo íntimo de las conciencias después; en lo recóndito de las almas, finalmente. El conflicto es genuinamente genial: los personajes son almas. De ese modo puede afirmarse que La muñeca es un estudio de corazón; el desdoblamiento notablemente bien observado y muy bien escrito, de un temperamento femenino. Es, al cabo, un caso patológico, un caso de enfermedad, pero de esas enfermedades que no siempre matan al contaminado, sino que hieren antes a los demás. En casos tales, el desastre suelen sufrirlo los sanos...

Yo quiero, pues, consignar en estas páginas, siquiera sea brevemente, el valer de este libro destinado a llamar la atención pública por su importancia y su interés. Le aplaudo enviando a la señorita Eulate el estímulo que merece cuando tan selectamente piensa y tan artísticamente escribe. Su libro es bello, muy bello. Honra la literatura provincial y enriquece las letras castellanas, y entre los méritos que adornan el libro no es el menor el ofrecer merecida y sabia lección a las muñecas que puedan andar por ahí...

Ponce, mayo 1895