Es conocido el hecho de que Salvador Novo alentaba, alrededor de 1924, la escritura de novelas entre sus compañeros de grupo. En aquel entonces Novo estaba convencido de que su destino consistía en convertirse en novelista (Sheridan 8). Es también ampliamente difundido el hecho de que, alrededor de 1925, una parte del grupo de escritores que años más tarde conformaría la revista Contemporáneos asumió como empresa colectiva escribir novelas cortas, a semejanza de las colecciones publicadas por la Revista de Occidente y la Nouvelle Revue Francaise; pretendían, antes que la extensión, el lirismo o la intensidad, ubicarse dentro de la modernidad literaria, lo que equivale a trazar su beligerante accionar en dos frentes conectados entre sí: uno ideológico y otro formal. El primero rechazaba la novela de la revolución impulsada por un Estado mexicano urgido de proponer (y alcanzar) una identidad nacional. A contracorriente de este espíritu nacionalista que exaltaba valores indígenas, prehispánicos, a costa de los hispánicos, y que oponía el espíritu latino a la cultura norteamericana —a decir de Novo, concebido para turistas interesados en el mexican curious—, los inminentes escritores de Contemporáneos pugnaban por revolucionar la narrativa, pues consideraban, al igual que sus modelos franceses, españoles y americanos, que la novela de principios de siglo se encontraba en crisis letal ya que los recursos estilísticos y formales de la narrativa realista del siglo xix se habían agotado. Para contribuir a la modernización de la novela, indagaron y experimentaron cambios estéticos que transitaron de la muerte del protagonista y de la anécdota, a la fragmentación del espacio y a la pulverización del tiempo y de la acción; de la metáfora como impulsora de secuencias narrativas y textuales a la posibilidad extrema de escribir una novela sin argumento, sin arquitectura y sin composición, tal como lo describiera Pío Baroja (Domínguez Michael 226).
Menos conocidas son los momentos de escritura de El joven, cuya primera versión apareció en La Falange (1923),1 revista dirigida por Jaime Torres Bodet, publicación que, curiosamente, asumía el carácter folclórico nacionalista inspirado por Vasconcelos y que erigía su estandarte del lado de las razas latinas, empeñadas en contener la creciente influencia de la cultura sajona. El título de entonces “¡Qué México! Novela en que no pasa nada” nos permite advertir el tedio que la ciudad (y el país entero) provocan en el joven narrador (sentimiento seguramente padecido por el autor): no hay libros, periódicos o revistas como el Times o el New York Times Book Review, no hay acontecimientos nuevos, ni siquiera chismes, solo helados, té y mermelada. Desde la primera versión de El joven es posible establecer los vínculos que el joven escritor de 19 años mantiene con el flâneur y el dandi baudelaireano, pues al recorrer la ciudad su personaje va descifrando ya no los símbolos del bosque romántico, sino los caracteres del libro urbano (García 218):
Siguió caminando. Todo lo conocía. Solo que su ciudad le era un libro abierto por segunda vez, en el que reparaba, hoy más, en el que no se había fijado mucho antes.
Leía con avidez cuanto encontraba.
Del mismo modo, cierta aristocracia cultural emana del narrador al ironizar sobre el nombre de los helados en Lady Baltimore:
Quien no sepa pronunciar ¿osará comerse un Marshmallow puff?
En algún momento, después de 1925, Novo concibió el proyecto de convertir su texto sobre la ciudad, “¡Qué México! Novela en que no pasa nada”, en El joven. Con este título era ya anunciada como uno de los suplementos de Ulises (número uno de la revista, 1927), propósito que, finalmente, por falta de recursos económicos, no se llevó a cabo. Sin embargo, en 1928 se imprimió la primera versión del texto como se le conoce actualmente (aunque en 1932 Novo corrigió las erratas con las que apareció). En esta edición aparecen, detrás de una juguetona cuanto divertida crónica realista sobre personajes, lugares y objetos citadinos (choferes, cobradores, dentistas, estudiantes, coches, camiones o troles), en la que destaca la enorme facilidad para crear imágenes y juegos de palabras (“Los Diálogos de Platón son estupendos, aunque algo indigestos algunos, como el Banquete”), la postura estética asumida por Salvador Novo y Xavier Villaurrutia. Al ampliar su texto, Novo ejecutó una visión sobre la ciudad y las posturas estéticas nacionalistas acorde con su revista de curiosidad y crítica.
Se ha querido ver en El joven una proximidad con la vanguardia que celebra la modernidad de la ciudad, particularmente la del automóvil. Una lectura detenida nos muestra, empero, el escepticismo y la ambigüedad que Novo mantiene no solo ante los autos, sino ante la ciudad y sus máquinas, incluso refiere espacios vitales que desde entonces comienzan a reducirse. Si por una parte el personaje se levanta optimista y deseoso de recorrer la ciudad para estrecharla contra su corazón, feliz de reencontrarse con ella luego de un periodo de reclusión por cuestiones de salud, por la otra no deja de mencionar que, en lugar del ruido de los autos y el trote de los coches lecheros que forman parte de esa “armonía sabida del ruido de la calle”, habría preferido escuchar los gallos al despertar. Son los automóviles, que por demás existen en demasía, los que han acabado con la lealtad y el respeto de los aurigas de coches a caballo. La casa de su amigo, próxima a Huehuetoca, es amplia y entera, en contraste con los closets de flacas paredes de los apartamentos citadinos. Este escepticismo irónico se proyecta, incluso, hasta el exceso de especialización de ciertas profesiones (muestra también del ambiguo sentimiento de atracción y de rechazo que la ciudad genera en el escritor moderno):
Los dentistas. Estos hombres son especialistas. También lo son aquellas matronas de que hablaba Sócrates y que colaboran en nuestra edición. Los que solo exploran cataratas, los que curan nariz, oído y garganta: otros cuyo posterior examen a sus clientes no debe ser muy divertido. Ya los ungüentos no gozan del prestigio que hurtaban a los cirujanos. La extirpación sin operación ya es un hecho… Nuestros antepasados morían de un acervo bien pobre de enfermedades; a veces morían de dolor de no haber padecido mal alguno.
La crítica ha destacado la existencia de elementos autobiográficos en El joven. En efecto, Novo realiza la descripción de su ciudad natal tras vivir una temporada en Torreón; los diálogos de los estudiantes que allí aparecen bien puede constituir una transcripción de los escuchados en su diario transitar como estudiante por San Ildefonso; asimismo, su tío había sido asesinado por tropas villistas, quizá por ello, navajazo de su prosa, Novo caracteriza a los revolucionarios:
Los numerosos choferes de los generales eran, un poco, revolucionarios también. Por mimetismo se les había hecho cara de bandidos.
Estos elementos, sin embargo, solo sirven para transitar hacia el aspecto de mayor trascendencia en el texto: la exposición de esa especie de manifiesto generacional en que, hacia el final del recorrido por la ciudad, cuestiona la base de la política cultural del gobierno mexicano encabezado por Calles, el manoseo de la cultura indígena y la ausencia de una literatura mexicana que no logra reflejar el espíritu popular pues ni siquiera hay slang o argot:
El teatro, la novela, los frescos, todo lo tenía ya Europa; Tezozómoc se había dormido sobre sus algodones. Lo único que producía Tenoxtitlán eran esculturas y piedras de los sacrificios que a su vez favorecerían el turismo norteamericano y las excavaciones desconcertantes. De los Motecuhzomas, uno se dedicaba al tiro al blanco y al otro se daba manicure. Solo Cuauhtémoc puso los pies en polvorosa…
¿A qué género pertenece El joven? La crítica reciente la caracteriza como una crónica-narración (García y Hadatty). Desde mi punto de vista, el desarrollo y evolución del personaje bastan para considerarla una novela corta pues aquel joven que sale a recorrer de modo optimista la ciudad, dispuesto a leer en sus personajes, en sus objetos y en sus costumbres su modernidad, tras registrar el cambio que su ciudad tiene (el paso del campo a la urbe), regresa desencantado porque la propuesta que esta tiene para ofrecerle es una visión empeñada en una mexicanidad ceñida a lo popular y lo indígena: “¡Qué México, se aburre uno!”. Y, sin embargo, parece demasiado exigirle a una prosa que se concebía experimental, que muestre los rasgos del género a que pertenece. Por otro lado, resulta paradójico que, señalado el grupo de Contemporáneos como artepurista, esta novela constituya justamente un ejemplo de arte de tesis, aunque esta última se manifieste en un postulado negativo.