Sor Adoración del Divino Verbo (1923), como el conjunto de las novelas colonialistas de principios del siglo XX,1 se une a la cadena de intentos de la literatura mexicana por descubrir los hilos que anudan nuestra historia, aquellos con que se vinculan el pasado y el presente. Una búsqueda que termina en desazón ante el descubrimiento de los enredos y las múltiples hebras rotas.
Muchas décadas separan a Julio Jiménez Rueda de la República Restaurada y sus proyectos de reforma y modernidad, cuando hombres de pluma afilada como Vicente Riva Palacio (1832-1896) ―una de las fuentes en que abrevó el autor de Sor Adoración del Divino Verbo― buscaron las claves para la transformación política y social del presente en un pasado remoto. Quedaron atrás los tiempos en que la Iglesia, por su influencia social y su injerencia en la vida pública durante los años de guerra civil que abarcaron más de la mitad del siglo XIX, representaba una institución amenazante que ensombrecía la mirada de quien oteara en el pasado porque en todo se descubría la huella de la Inquisición y la crisis política. Los calabozos oscuros del Tribunal del Santo Oficio, nota dominante en novelas como Monja y casada, virgen y mártir (1868) y Martín Garatuza (1868-1869), dieron paso a días soleados en que resplandece la raza de bronce que trabaja la tierra —una visión idealizada del hombre y el campo mexicanos que proliferó a principios del siglo XX—, así como a calles repletas de vida, color y contrastes en la ciudad de los madrigales y la mascarada. 2
El modernismo transformó la literatura y la forma de asumir la cultura mexicana; revivió la estética romántica y, con sus pinceladas de colores en movimiento, con su predisposición a la belleza luminosa y grácil ―aunque no exenta de claroscuros―, la llevó a una cúspide nunca imaginada por los escritores nacidos en la primera mitad del siglo XIX; redescubrió el barroco novohispano y a sus grandes figuras literarias para consagrarles un lugar en la historia de nuestras letras.
Bajo su influencia los cuadros de costumbres y las estampas que pueblan Sor Adoración del Divino Verbo se cargan de impresiones luminosas y coloridas, que también parecen marcadas por la nostalgia de los tiempos idos, una vez que los ventarrones de la revolución se llevaran consigo la paz porfiriana y llenaran de desasosiego a la generación de Jiménez Rueda.3 En contraste con el presente de guerras y crisis social, la cultura del pasado palpita entre los versos de sor Juana Inés de la Cruz (1651-1695) y las comedias de Calderón de la Barca (1600-1681); se refleja en los quevedos de Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700).
La relativa estabilidad del Porfiriato así como el auge de la estética realista conformaron el punto de partida para que la literatura se interesara menos en la política ―los grandes hombres y acontecimientos― y fijara cada vez más su atención en la experiencia del sujeto en los diversos avatares de la vida cotidiana. Por eso en Sor Adoración del Divino Verbo, detrás del virrey, el conde y el marqués se oculta un nombre jamás revelado, irrelevante, una identidad incompleta que apenas se vislumbra en una barba o en unas cejas espesas. Una mujer es aquí la protagonista; a partir de ella cobran significado el resto de los personajes: sólo su familia y sus amigos tienen nombre propio.
No es una historia de gobiernos y gobernantes, pero sí de identidad; se forja en torno a hidalgos, descendientes de conquistadores, punto nodal en el que una buena parte de los novelistas del pasado colonial, desde el siglo XIX, dirimen el problema del origen de la nación. Sor Adoración del Divino Verbo es un relato de terratenientes, nobles y cortesanos; la raza de bronce ―uno de los grandes temas del muralismo de principios del siglo XX― permanece aquí ajena a la tragedia de la protagonista y a la historia, alumbrada por el sol de la tarde vive un mundo idílico ―así es como el narrador lo pinta― en que el orden de las cosas no se trastoca.
Las revoluciones sociales y culturales transforman los valores y los modos de vida tradicionales; el contraste es tan fuerte como aquel que se experimenta con la mudanza del campo a la ciudad, pues en ambos casos se trata de un cambio radical en la experiencia de la temporalidad. El significado, el modo de vivir ese cambio, depende de quien lo experimenta. El modernista podría quedar fascinado en presencia de la avalancha de transformaciones y convertirse en su cronista, como lo fueron Amado Nervo (1870-1919) y Manuel Gutiérrez Nájera (1859-1895);4 un conservador como Jiménez Rueda buscaría en el pasado los medios para evitar el derrumbe. Quizás por eso se unió en 1913 a la Asociación Católica de la Juventud Mexicana, entre cuyos proyectos se encontraba “la reconstitución de nuestros organismos sociales, resistiendo enérgicamente tanto al individualismo revolucionario, que viene carcomiendo la nación desde tiempo inmemorial”.5
La disolución social del presente era una de sus grandes preocupaciones, ello explica que la nostalgia por los tiempos idos sólo sea una primera faceta del mundo colonial representado en Sor Adoración del Divino Verbo; luego sigue la mascarada de la historia, una sucesión de figuras horripilantes que aterrorizan a la protagonista una vez que ha sentido en sus manos la evidencia de la ciudad corrompida con el contacto de los labios del virrey infiel y seductor.
La historia se convierte así en un recuerdo doloroso y confuso. Sólo los versos de sor Juana hablan la verdad del “engaño colorido” que es esa ciudad del mundo colonial anunciada, casi desde el inicio de la novela, por los colores rojos de tragedia y que, aunque trata de ocultarse detrás del terciopelo y los magníficos ornatos, de inmediato se revela en sus calles pestilentes, en sus virreyes y cortesanos corruptos que se divierten en amores ilícitos o gozan imaginando el olor a carne chamuscada que se desprende de los sentenciados a muerte en el auto de fe; ahí se manifiesta, en toda su magnitud, esa metrópoli que es “un cuerpo muerto que ya hiede” ―según las palabras de un viejo conde.
La novela de Jiménez Rueda revela la tragedia de los tiempos modernos: una vez que se abandona el tiempo del idilio y la inocencia, de la vida monótona donde nada cambia y se vive en paz, no es posible dar marcha atrás. La revelación del mundo moderno puede ser sumamente aterradora, y es por eso que la protagonista necesita recluirse en el único lugar donde el tiempo todavía conserva el sabor de lo eterno e inamovible: el convento. La religión se convierte en el último parapeto que el pasado hereda al hombre como refugio de la angustia existencial que representa la nueva temporalidad.
Julio Jiménez Rueda cree encontrar tres hilos resistentes con los que es posible enlazar pasado y presente: la cultura, la religión y el origen criollo, bases quizás más sólidas que aquellas sobre las que los liberales del siglo XIX tejieron su propia historia ―tan llena de rupturas y rechazo hacia los tiempos de la Colonia―, aunque no por eso menos cargadas de paradojas, pues el enclaustramiento significa la negación del propio presente.6
Sin embargo, la inquietud histórica no responde al simple deseo de evasión y negación, ya sea de uno u otro tiempo, constituye la búsqueda de las claves para resolver el enigma del presente. La historia no termina con la novela y, así como los hombres de letras del siglo XIX se empeñaron en transformar su mundo por medio de múltiples actividades en diversos ámbitos ―política, literatura, legislación, periodismo, historiografía―, Julio Jiménez Rueda dedicó el resto de su vida, entre otras cosas, al rescate de la memoria, a la difusión de la cultura hispánica y mexicana.