Francisco I. Madero y Mariano Azuela son coetáneos: ambos nacieron en 1873 y compartieron por momentos un ideal de libertad y democracia, de igualdad y desagravio, frente a una sociedad que desplazaba a los más y encumbraba a los menos. Con su libro, La sucesión presidencial en 1910 (1908), Madero convocó a todos los mexicanos para seguirlo en su cruzada contra esa especie de ogro filantrópico encarnado en Porfirio Díaz. Otros que siguieron este llamado fueron los hermanos Serdán, a quienes Madero encomendó el estallido de la Revolución en el estado de Puebla; finalmente, como sabemos, éstos acabaron masacrados en su casa la víspera del levantamiento.
Mariano Azuela se tomó en serio el llamado a la Revolución del Plan de San Luis (1910); tanta fue su convicción que quizá a ella misma se debió que fuera de los primeros en desilusionarse al observar el desapego de Madero a las clases populares y su olvido de las reinvindicaciones agrarias. Cuando Madero decidió incorporar en el gobierno a algunos antiguos porfiristas, Azuela deja constancia de ello en una novela; su desacuerdo con el líder revolucionario y sobre todo, su desencanto, eran evidentes. Para la generación de Azuela, casi cuarentones, establecidos económica y socialmente en sus regiones, la revolución no debía cederse gratuitamente a la oligarquía, particularmente cuando a ellos el movimiento les había obligado a comenzar de cero, lejos de su terruño, apestados y perseguidos.
Andrés Pérez, maderista (1911) narra acontecimientos ficticios entrelazados con hechos históricos ocurridos a partir de noviembre de 1910 ―represiones a estudiantes y persecuciones políticas a líderes anarquistas―, hasta mayo de 1911 ―cuando sobreviene la renuncia de Díaz y su salida hacia Europa―; lo que en su conjunto se ha dado en llamar la insurrección antirreeleccionista. En esta novela corta aparece Madero como un personaje fuera de campo ―si nos permitimos emular el lenguaje cinematográfico―; nunca está frente a nosotros de carne y hueso. Los personajes invocan su presencia, interpretan hacia uno y otro sentido sus ideales y casi por revelación parecen recibir sus indicaciones en el quehacer diario de los sucesos.
El maderismo encarna en ciertos sectores de la sociedad mexicana certeza política de democracia, alternancia en el poder, así como la esperanza en la construcción de un nuevo Estado que mitigue las desigualdades sociales; para la mayor parte de la población, representa un uniforme caqui con cintas tricolores en el sombrero panamá, botas altas y cartucheras cruzadas.
Al denunciar el doble discurso y la corrupción, Andrés Pérez, maderista cuestiona el surgimiento de una nación a partir del engaño y la simulación, y se mantiene genuina en su planteamiento estético, heredero del realismo de Galdós y Zola ―al expresar la realidad social― con un lenguaje que ha resistido más de un siglo. Esta novela, sin embargo, constituye un ejemplo de literatura moderna porque coincide cada vez más con lecturas actuales del maderismo. Por su tono directo y contundente elabora un nuevo discurso, una literatura renovada, donde el protagonista nos cuenta en primera persona, y aún compartiéndonos sus pensamientos de forma sintética, una historia en distintos planos: la realidad social, la interior del protagonista y la historia de amor entre líneas de Andrés Pérez y María, esposa de su amigo Toño. De esta manera Azuela inaugura un género: la novela de la Revolución, caracterizada por su estructura episódica, escrita con descripciones realistas, con personajes tipo de esta tendencia narrativa, atmósfera de tensión, injusticia, inconformidad y malestar social. Andrés Pérez, maderista se convierte en la primera de muchas obras donde la Revolución se vuelve escenario, personaje, mito trastocado, denuncia y reinterpretación.1 Azuela introduce un componente sociológico en su literatura, característico e innovador en su contexto. Logra articular una prosa revolucionaria en el sentido estético y colocar a la revolución como su gran tema.
Paradójicamente Andrés Pérez, maderista no es la más difundida2 de las obras de Azuela, quizá por su temprano desencanto. En su lugar, Los de abajo se ha perpetuado en el gusto literario más generalizado, por presentar elementos arquetípicos del inconsciente colectivo en torno a la Revolución, como movimiento campesino de masas agraviadas por el antiguo régimen. Pero, sin duda, varias de las novelas del autor resultarían amenas a los lectores del siglo XXI. Desafortunadamente, la mayor parte de ellas permanece en la sombra: El camarada Pantoja, La Malhora, Domitilo quiere ser diputado, Las moscas, Las tribulaciones de una familia decente, San Gabriel de Valdivias, comunidad indígena y Los caciques, por mencionar algunas.
Azuela destruye varios mitos mexicanos en Andrés Pérez, maderista: primero, la visión inmaculada del inicio de la Revolución, pues aquí prevalece la improvisación y el oportunismo; segundo, el idealismo de los intelectuales que acompañaron su construcción (en la medida que un periodista como Andrés Pérez pudiera representar este papel), pues no hay ideales sino intereses o, en el peor de los casos, diletantismo; tercero, el mito de la Revolución que surge de los campesinos cuando en realidad los hacendados, caciques, comerciantes, etcétera, arman el jaleo, mientras los más pobres y los campesinos temen la leva; cuarto, los hacendados como Toño Reyes en la novela o Madero en la vida real, figuran como iluminados y buscan pasar a la historia a costa incluso de su vida (previenen su muerte para trascender); quinto, la Revolución no establece un nuevo orden, instaura el desorden como nuevo orden; sexto, la Revolución mexicana, aun con la posterior constitución del partido único, sólo admite el asesinato político como mecanismo de sucesión en el poder; séptimo, la simulación es la razón ordenadora de nuestra cultura, la máscara, el instrumento sagrado que sigue siendo fundamental a la voluntad con dobles intenciones, la mayor parte de las veces inconfesables.
Andrés Pérez es periodista de profesión, sobreviviente pragmático de las circunstancias; típico empleado que capotea al jefe, mitiga las escenas de celos de su novia Luz y flirtea con la esposa de su amigo. Lo curioso de este personaje estriba en no darse baños de pureza, incluso se presenta como un cínico. A diferencia del estereotipo de personajes ilustrados de altos ideales, éste finalmente saca provecho de las circunstancias ―usurpador, gesticulador― y capitaliza sus consejos en beneficio propio; Andrés es conformado e impulsado por el entorno social y la necesidad compartida por un pueblo incapaz de dirigir su propio destino, pues deposita en sus improvisados líderes las decisiones trascendentes.
Andrés Pérez deviene una marioneta de Toño su amigo ―casi la encarnación paralela de lo que representa Madero―, de su esposa María ―quien, como la reina Isis de los egipcios, personifica la imagen del deseo y el símbolo de la tierra, fuerza fecundadora de la naturaleza―; de los otros hacendados ―sobre todo de don Octavio, siempre ubicado en el lado correcto―; de los caciques y jefes políticos de la población, de los comerciantes y hasta de los militares en funciones; todos ellos parecen utilizarlo para reacomodarse y legitimarse. Pero son correspondidos porque Andrés Pérez no busca el bien común, le basta con lograr el propio sin ninguna cortapisa, sin ningún escrúpulo.
Azuela introduce una visión crítica, aparentemente fría, aunque en realidad apasionada y desmitificadora de los hechos históricos de México. El acontecer nacional se reinterpreta desde una perspectiva moral que descubre los engaños de que hemos sido objeto, producto de su toma de posición frente a los acontecimientos que conmocionaban el país; por ejemplo: la inconsistencia entre el discurso de Madero y los hechos verificados en el ejercicio del poder. Recordemos que en el Plan de San Luis Madero se asumía como presidente provisional, desconocía el gobierno de Díaz y llamaba a levantarse en armas; pero en mayo de 1911 tiene que reconocerlo para aceptar su renuncia; a cambio se obliga a desmantelar su ejército y luego se hace más evidente su debilidad al tolerar a la reacción que se fortalece a la sombra de las libertades sin condición. La nitidez con la que Azuela aborda el complejo panorama de la historia de México sorprende por su verosimilitud. Es difícil hoy en día dudar de su diagnóstico certero ―surgimos en 1910 como producto de una revolución de la oligarquía, pactada y a modo―, negociación elaborada en los primeros momentos de la gestación de la causa revolucionaria, pero ese proceso se salió del control de la oligarquía mexicana. En un país donde se tiene una actitud hierática ―nuestros héroes son estampas, estatuas y mitos― y la historia se escribe con letras de bronce ―omitiendo los inconfesables actos criminales, de traición y de simulación―, encontramos una novela como Andrés Pérez, maderista que se atreve a decir la realidad escatológica, menos deslumbrante y sórdida. El heroísmo tan inculcado en nuestra educación maniquea e inamovible no tiene cabida en esta historia, ni en el protagonista ni en los otros participantes, cada cual va a su aire, buscando sus objetivos y éstos pueden ser tan variados como la vida: propiedades, dinero, poder, amor, etcétera.
Azuela aporta además el ingrediente sarcástico y humorístico en su literatura, con el que aborda los acontecimientos históricos. Con desparpajo ―en unas cuantas pinceladas, el espacio limitado de una novela corta― refleja buena parte de nuestras variadas formas de mirar al mundo: así aparecen el peón, el hacendado, el cacique, el político y, claro, nuestra muy colorida cuanto diversa manera de hablar, lo que Francisco Monterde definiera como neorrealismo, pues uno de los méritos de Azuela consistió en introducir el lenguaje de la calle con toda su fuerza en su novela.
La historia se establece en ese ambiente de malestar donde se comienzan a dar protestas, una de ellas en la plaza de la Constitución, contra los Estados Unidos por el asesinato de un mexicano en tierra yanqui. Los sucesos se encadenan de tal forma que cuando una columna de jóvenes bullangueros se reúne con una mezcla social más amplia, que legitima por su variedad su actuación en una manifestación, estalla una terrible represión por parte del gobierno. Andrés Pérez presencia estos hechos y los reseña para su periódico, El Globo, empleando las fórmulas del periodismo del régimen, acostumbrado a justificar la aplicación de la ley. Incidentalmente recibe la invitación de su amigo Toño Reyes, hacendado con propiedades a trescientos kilómetros de la capital. Como Andrés Pérez está pasando por un desengaño amoroso le parece apropiado alejarse para olvidar. Por alguna extraña razón ―probablemente la denuncia de su propio jefe aunado a la imprudencia de su novia Luz― se le vincula con la manifestación acabada en masacre. No tardan los rurales en llegar a la hacienda de su amigo para que se presente a declarar. Gracias a las influencias del hacendado en la región logra permanecer en arresto domiciliario en la hacienda Esperanza. Curiosamente, a partir de esta situación comenzará a recibir mensajes de personas que ven en él a un luchador social, pero también de quienes lo advierten como un peligro, aunque claro, una vez la revuelta se declara muchos cambian de careta y se acomodan en los nuevos tiempos. Incluso los vigilantes que lo reciben en el camino con malas caras, luego buscarán los guíe y los lleve consigo a la Revolución.
El ritmo narrativo que Azuela utiliza ―soportado en la elipsis― logra una rapidez expositiva característica de la novela breve y equiparable a la del cine; sólo en un par de ocasiones entra en digresiones filosóficas, los diálogos de Andrés Pérez con don Octavio al hablar sobre justicia, ciencia, historia y moral; pero, al parecer, con la intención de mostrar lo vacuo de sus discursos, pues ambos hacen exactamente lo contrario de lo que predican.
Al final como una construcción de arena el mundo de Andrés se va desmoronando: los funcionarios del antiguo régimen salen huyendo, los detractores de Madero se convierten milagrosamente en sus mayores defensores y se autonombran miembros de su ejército. Al instante de júbilo por el éxito le sigue casi de manera inmediata la interminable cadena de asesinatos entre las facciones al luchar por mantener su hegemonía. Andrés Pérez ya libre observa el creciente desorden en la población y quiere alejarse, pero en el último momento recuerda la invitación de María ―la ahora viuda de Toño― quien le ha demostrado su afecto desde los primeros días en la hacienda.
Azuela logra reflejar la debacle moral de un pueblo. La Revolución, que lleva algunas circunstancias sociales al límite, le permite evidenciar la crisis cíclica de nuestros valores. La novela inicia con una reflexión sobre los gastos desmedidos para conmemorar el primer centenario de la Independencia de México; misma discusión que se plantea en estos días al festejar el bicentenario y el primer centenario de la Revolución. En el esplendor de Porfirio Díaz se cuestionaban los rezagos en materia social y se advertía de los agravios a los de abajo, caldo de cultivo propicio para afectar al régimen de Díaz en su conjunto. Hoy, las desigualdades también arriesgan nuestra existencia como nación y actualizan el mensaje del autor. Los sucesores de Andrés Pérez tomaron los reales y ostentan patente de corso; se han corrompido conjuntamente con el Estado y ya no es posible diferenciar al buen gobierno del crimen organizado. Azuela denunció esta misma situación a lo largo de su obra, de allí su vigencia, documentando en cada novela una porción histórica de esta caída constante. Consiguió crear con ello un mosaico detallado que abarca en su conjunto la historia de México y auguró al final: “Los que nacieron esclavos..., esclavos todavía, esclavos hasta morir... ¡eternamente esclavos!”.