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Presentación
La guerra de Tres Años

Primera edición digital
María Bertha Guillén

En el prólogo a una de las ediciones de la exitosa tetralogía de “Novelas mexicanas” escritas por Emilio Rabasa,1 Carmen Ramos reitera que La bola, La gran ciencia, El cuarto poder y Moneda falsa, publicadas entre 1887 y 1888, presentan unidad temática —el poder y la organización político-social mexicana—, con cronología secuencial y personajes comunes que fungen como eslabones. La excepción de este tratamiento es La Guerra de Tres Años, la última y menos difundida novela corta de Rabasa que apareció en las páginas de El Universal, firmada con el seudónimo de Sancho Polo, no en julio sino a finales de septiembre y principios de octubre de 1891, como acertadamente lo refiere Óscar Mata2 y lo confirma la revisión física de los ejemplares de este periódico, para el cual fue “escrita expresamente”.

Cuatro décadas después La Guerra de Tres Años apareció en formato de libro con prólogo de Victoriano Salado Álvarez, quien la considera “inédita” y reflexiona sobre las desventajas de la impresión de obras en periódicos y revistas: lo efímero de la publicación, el desconocimiento de futuros lectores, el desaprovechamiento y el olvido.

Rabasa fue un intelectual del porfiriato, destacado jurista, sociólogo y literato con aproximaciones y leves influencias del realismo francés y sobre todo del galdosiano —en cuanto a la forma estructural y el modo de interpretar—, un género literario emparentado ligeramente con el naturalismo, del cual los escritores mexicanos tomaron poco, sólo aquello que convenía a sus fines.

El escritor chiapaneco es, en términos generales, considerado el iniciador o, al menos, el mejor practicante de la novela realista mexicana, a la que agregó un trasfondo costumbrista; de acuerdo con Salado Álvarez, Rabasa fue “el primero que noveló después de los ensayos de la época de la restauración de la República, el que abrió el camino a los novelistas que debían sucederlo y emularlo, aunque no mejorarlo”.3Sin embargo, el estadounidense Ralph E. Warner disiente con otras opiniones al mencionar que Pedro Castera, además de ser el mejor novelista de tema sentimental, fue el precursor del realismo en la novela mexicana.4

Por otra parte, Emmanuel Carballo opina que Rabasa era “un escritor ocasional”, más interesado en el derecho constitucional y en la política, actividades que consideraba de mayor seriedad y trascendencia; no obstante, Carballo destaca la calidad y maestría de La Guerra de Tres Años, puesto que en ella Rabasa muestra “una prueba más, la más económica y cuajada, de su indiscutible talento para contar historias, para urdir tramas, para crear personajes”.5

Defensor de las Leyes de Reforma y del marco constitucional, en esta novela escrita en la década de 1880 a 1890 Rabasa retoma, aunque sólo como trasfondo o pretexto literario, el tema de la Guerra de Reforma (1857-1860), es decir, cita algunos personajes, hechos históricos y un par de fechas relevantes del pasado dentro de ese momento culminante de la vida nacional, cuyo término anunció el triunfo liberal, con objeto de dar mayor peso y autenticidad a sus comentarios irónicos.

Puesto que el escritor costumbrista sólo observa la realidad, la plasma y agrega algunos comentarios moralizantes, en tanto que el realista aplica una técnica determinada a esa misma observación y se mantiene al margen del asunto, La Guerra de Tres Años queda comprendida dentro del realismo, ya que su intención es recrear una realidad visible, a la cual el autor aplica una técnica de escritura, sin implicar con ello una modificación del punto de vista ni la presencia de expectativas, subrayando la objetividad al mantenerse el narrador imparcial, alejado o fuera del tema tratado.

No obstante, a decir de John Brushwood y José Luis Martínez, el de Rabasa es un “realismo nativo” o un “costumbrismo realista”, respectivamente, en el sentido de que contiene una mayor presencia de rasgos costumbristas —que se remontan a José Joaquín Fernández de Lizardi y José Tomás de Cuéllar—6 mediante el uso de un lenguaje real y cotidiano, así como la inclusión de personajes detallados y complejos; por otro lado, el tono de sátira ambivalente matiza hasta cierto grado la crítica, pero Rabasa no deja de cuestionar los males dentro del cuadro descriptivo que presenta acerca de los problemas socio-políticos existentes en el asunto descrito.

En la cotidianidad decimonónica —con el marco histórico del auge económico porfiriano, bajo el lema de “Orden y progreso”— se muestra la vida de un pueblo con gente de carácter y temperamento voluble que rechaza el compromiso, unos habitantes atrapados y divididos por sus convicciones religiosas y bandos políticos, perdidos en el tiempo y en el pasado, como todavía existen muchos.

Rabasa narra brevemente el enfrentamiento ideológico con tintes cívico-religiosos en torno a una aparente insignificancia, que luego denota la estrechez de miras al tiempo que deja entrever el atraso social, para criticar veladamente la falta de capacidad del gobierno en turno.

La locación es El Salado, un pueblito situado en el último distrito estatal, pero también podría haber sido San Martín de la Piedra, sin el éxodo a la gran capital ni el retorno a la provincia. La vida de los habitantes se encuentra regida por el repique de un trío de campanas y las disposiciones oficiales de la jefatura política, en aras del orden social.

Rabasa observa y describe con mayor detalle y precisión la pugna ideológica Iglesia-Estado —presente desde la independencia mexicana—, además de diseccionar las debilidades humanas de los personajes, de quienes presenta un satírico, desmenuzado y objetivo registro.

La trama deriva de la siguiente pugna: la Iglesia, ante la pérdida de sus fueros y privilegios, del monopolio y la expropiación de sus propiedades inmuebles, se dedica a administrar almas y destinos espirituales, procurando atraer a los fieles con las consabidas fiestas religiosas, procesiones, ritos y parafernalia, mientras que el Estado pretende hacer cumplir las Leyes de Reforma a toda costa y sus seguidores, los liberales extremos o jacobinos, se oponen a varias prácticas religiosas tradicionales y a cualquier manifestación externa de culto.

Las circunstancias, ordinarias y comunes, los chismes y las habladurías delatan la pequeñez humana de esta sociedad donde los tertulianos se mantienen al tanto de las novedades sobre todo en la plaza y los comercios: en los portales viejos, los altos propietarios son conservadores, temerosos tanto de la Iglesia como del gobierno; en los nuevos, los comerciantes son liberales a ultranza, al igual que los dueños de rancherías, críticos severos tanto de la autoridad política como de la religiosa.

En el aspecto político prevalecen los intereses personales y los abusos del poder; en la religión, el dogma, la tradición y el fanatismo, males que las enseñanzas positivistas pretenden cambiar por la doctrina científica, con fundamentos que finalmente impongan la realidad en detrimento de la imaginación.

La Guerra de Tres Años constituye una denuncia entre líneas y un dibujo satírico e irónico de una sociedad que se encuentra perdida entre las creencias religiosas y políticas, representada por unos habitantes con fe ciega en las imágenes religiosas, en el paternalismo de las autoridades o en las resoluciones vertidas en papeles legales, todavía sin cristalizar.

Rabasa, como positivista convencido, moraliza y ejemplifica con humor acerca de las experiencias humanas, describe una serie de necesidades sociales para dar a conocer, mostrar y enseñar. Detecta y diagnostica con satírica efectividad el mal presente en la estructura de los sistemas de vida, en su caricaturesca organización, para recetar o recomendar, indirectamente, una operación más práctica y racional.

Considerado escéptico o pesimista en lo relativo a la participación de la propia sociedad en la resolución de los problemas existentes, el novelista es crítico y contrario a las posiciones extremas. Conciso, se burla del fanatismo en sus expresiones políticas y religiosas, así como de cualquier norma o creencia practicada con celo excesivo. Del mismo modo, analiza las particularidades a la vez que ridiculiza el regionalismo y los cotos de poder político; las debilidades humanas que buscan cobijarse u ocultarse; los cambios por conveniencia, más que por convicción; la incongruencia, la carencia de escrúpulos, la farsa social en sí misma.

Con lenguaje coloquial y un tratamiento sencillo de la anécdota, se vale de la mordacidad y los referentes al escoger los nombres de algunos de sus personajes —don Santos, doña Nazaria, doña Quita— y del propio “Salado”, un desafortunado pueblo donde nada relevante sucede. Rabasa utiliza, asimismo, el habla, las frases populares y los refranes, al igual que la voz de un narrador casi imperceptible y despersonalizado.

Don Santos Camacho es el jefe político y cacique local, mañoso y zalamero, rudo e ignorante, iracundo y de conciencia cavernosa, aparente liberal que ejerce un poder totalitario; maltrata a Salomé, su ayudante cojo, sólo vela por sus propios intereses y se deja llevar por pasiones primitivas. Sin embargo, es materia manipulable para el astuto Hernández, el sobornable burócrata que hace las veces de secretario de la jefatura, un hombre vulgar que logra hacerse necesario. En las vueltas que da la vida don Santos, carente de grado militar, lo adquiere al final, una vez que es removido de su cargo en El Salado.

Doña Nazaria (una viuda cuarentona) y Luisita (quince años menor) son dos mujeres que entretejen la serie de intrigas; se encuentran despechadas y en rivalidad, pero no a causa del amor sino por recibir los favores del jefe. Nazaria es la religiosa más enardecida que fragua el mitote de la procesión por las calles, y es quien orquesta la solución al conflicto político-social.

La antítesis del jefe está representada por el impasible y modesto padre Diéguez, casi un santo para sus fieles, un mártir encarcelado y multado por la furia de don Santos, lo cual le hace adquirir proporciones heroicas ante los ciegos ojos de la frenética masa de beatas histéricas y susceptibles, pertenecientes a un sinnúmero de congregaciones, cofradías y comisiones religiosas.

La figura de autoridad del gobernador se limita a seguir algunas indicaciones de su gobernadora esposa, negocia otras, y ambos transitan también de un bando al otro, entre el cumplir con la religiosidad y un liberalismo simulado.

En cuanto a la protección espiritual, san Miguel arcángel es el significativo santo elegido como patrono de El Salado, venerado por los feligreses en la figura de una burda escultura carente de toda proporción, que en la iglesia del pueblo comparte altares y honores con el santo enfermero, Roque y su fiel perro. Los padres de Emilio Rabasa murieron de cólera, lo cual tal vez explique la presencia del san Roque francés en La Guerra de Tres Años, pues si de peste, epidemias y enfermedades se trata —ya sean contagios del cuerpo o del alma—, éste es el santo a quien hay que rezar para pedir su protección.

Los personajes tienen sus méritos como tipos o modelos, son factibles aunque sus actitudes y acciones no dejen de ser ambiguas y den bandazos que van de la exaltación al conformismo. Representan entes simbólicos y significativos, como la propia novela, donde quedan patentes el desconcierto y la pugna entre el liberalismo antirreligioso y el conservadurismo tradicionalista.

Sin duda, el análisis de las experiencias de vida puede implicar un cambio en ésta, de lo cual puede deducirse que la solución a los problemas se encuentra en los propios individuos, no en los factores externos, por ejemplo en la política o en la religión, ni en sus representantes, que equivalen a actores circunstanciales.

Las desavenencias y los malentendidos se arreglan de manera superficial cuando los personajes que intervienen en este juego literario son reacomodados y todos quedan contentos, estáticos, y prácticamente en su mismo sitio: la procesión religiosa es dispersada y reprimida a punta de culatazos por los soldados de la guarnición local; las circunstancias y los habitantes se alborotan y exaltan para luego simplemente quedar igual. Las voces carecen de acción, los hechos de repercusión, la forma sin fondo. Las ideologías políticas no son puestas en práctica ni se concretan, lo cual provoca el retorno de las mismas problemáticas, la existencia de un vacío sin fin, la insatisfacción e incertidumbre.

Banal laberinto de la máxima pasión que se centra en una pelea de gallos, donde se ponen en juego el amor propio y el patrio, o que es expresada en la plaza y en las calles al tiempo que se carga y se pasea en hombros —penitente y devotamente— la maltrecha y simbólica figura de un arcángel.

Por último, y a manera de testimonio, una sentencia simple en apariencia por parte del narrador impersonal —en esta novela carente de momentos culminantes, si bien Brushwood la considera el clímax mismo, en relación con las “Novelas mexicanas”—, pero en calidad de sarcástica estafeta, con la cual Emilio Rabasa nos lega una lacónica y concluyente pulla: “Esto es todo lo que pasó en El Salado. Tal vez sea sosa esta relación; pero yo no tengo la culpa de que en El Salado no pasen cosas estupendas”.

1 Emilio Rabasa, Novelas mexicanas, Carmen Ramos (prólogo), México, Promexa (Clásicos de la Literatura Mexicana), 1979, p. IX.
2 Óscar Mata, “La novela corta realista”, en La novela corta mexicana en el siglo XIX, México, Universidad Nacional Autónoma de México / Unidad Azcapotzalco-Universidad Autónoma Metropolitana, 2003, p. 114.
3 Emilio Rabasa, La Guerra de Tres Años, Isidoro Ocampo (maderas originales), Ignacio Paco M. (capitulares), Victoriano Salado Álvarez (prólogo), México, Editorial Cvltvra, 1931, p. 13.
4 Ralph E. Warner, Historia de la novela mexicana en el siglo XIX, México, Antigua Librería Robredo (Clásicos y Modernos. Creación y Crítica Literaria, 9), 1953, p. 82.
5 Emilio Rabasa, La Guerra de Tres Años. Seguido de poemas inéditos y desconocidos, Emmanuel Carballo (edición y prólogo), Felipe Sergio Ortega (ilustraciones), [México], Libro-Mex. Editores (Biblioteca Mínima Mexicana, 12), 1955, pp. 9, 13; este prólogo de Carballo se repite —con ligeras variantes, adiciones y omisiones— en la introducción de la edición posterior: La Guerra de Tres Años, Emmanuel Carballo (introducción), México, Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial-Universidad Nacional Autónoma de México (Relato Licenciado Vidriera, 11), 1ª reimpr., 2004, XIII.
6 John S. Brushwood, Mexico in Its Novel. A Nation’s Search for Identity, Austin & London, University of Texas Press, 1970, pp. 128-131 y José Luis Martínez, La expresión nacional, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Cien de México), 1993, p. 310. Véase también Óscar Mata, “La novela corta realista”, en La novela corta mexicana en el siglo XIX, México, Universidad Nacional Autónoma de México / Unidad Azcapotzalco-Universidad Autónoma Metropolitana, 2003, pp. 105-107, Ralph E. Warner, Historia de la novela mexicana en el siglo XIX, México, Antigua Librería Robredo (Clásicos y Modernos. Creación y Crítica Literaria, 9), 1953, pp. 4-10, 61-66 y Emmanuel Carballo, Historia de las letras mexicanas en el siglo XIX, Guadalajara, Universidad de Guadalajara / Xalli (Reloj de Sol), 1991, pp. 48-50, 64-65 y 72-75.