Florinda en persona le abrió la puerta, cubierta con un ligero y largo chal que le caía desde los hombros y caminando con gran cuidado para no clavar los tacones de sus escotadas zapatillas negras en el lodo y otras menudencias que abundaban en el patio de los López, pues allí guardaban conejos, gallinas y hasta un puerco.
Lo guió de la mano hasta pasar la puerta que llevaba al jardín; allí, bajo un naranjo que empezaba a florecer, lo besó ardientemente en los labios.
Luego llegaron a la habitación de Florinda, donde ésta dejó caer el chal al suelo para mostrarse ante Ernesto con una bata negra y transparente que había confeccionado con sus propias manos en los ratos que la dejaban libre las labores de las caridades.