El enemigo marca la entrada del joven Efrén Rebolledo a la escritura narrativa. Con tan sólo 22 años, el vate había publicado varios poemas que luego serán recogidos en la edición de Cuarzos (1896-1901). En la antología que preparó Luis Mario Schneider sobre la obra de Rebolledo, el investigador la enmarca en “una empecinada fidelidad con el modernismo de la primera época, aquel que nadaba en aguas del simbolismo y el parnasianismo”. 1 Bajo esta perspectiva, y sobre la idea de Jean Moréas de que el simbolismo es una manifestación enemiga de la descripción objetiva, es posible observar como en las descripciones que realiza Rebolledo dentro de El enemigo existe una fuerte carga simbólica que se corresponde con la descripción y caracterización del personaje principal, Gabriel Montero; protagonista que, en las palabras de José Ricardo Chaves: “Es un claro ejemplo de héroe finisecular: neurótico y lunático, según su decir, misántropo, dedicado al estudio y al arte, místico al mismo tiempo que aquejado de terribles y decadentes fantasmas”.2 A esta carga, se puede agregar la idea parnasiana: la perfección constructiva en el arte. Cada una de las imágenes descritas se enriquece por el manejo estéticamente perfecto del vocabulario y adquiere un significado aún más importante al momento de compararlo con el espíritu artístico propio del personaje modernista, en este caso, Gabriel Montero.
Efrén Rebolledo abre El enemigo con un cuadro impresionista de la ciudad de México. El movimiento de algún río que describe en su novela es lento y perezoso, materializado como el cuerpo de una serpiente silenciosa. Por encima del río, en el espacio infinito, sólo se observa el sol, también inmóvil: “El calor abrasante, el cielo sin una nube; ni una montaña en el horizonte, ni un árbol cerca ni lejos de fresca copa; y por todos lados una llanura ardorosa, inconmensurable”. Todos los elementos en esta descripción apuntan a un paisaje infernal cargado de simbolismos que indican un ambiente perturbador para los personajes que desarrollan su historia en este lugar. Como marca de inicio, aparece la serpiente: “Condenada a reptar [...] la serpiente que nos habita no engendró ya más nuestros vicios, que nos traen, no la vida, sino la muerte”.3 Gabriel Montero, el protagonista, se siente atraído por ese río y, según Rebolledo:
Al pasar por tu orilla mil veces sufrió el maleficio de tus miasmas y se sentó en la arena, con la mirada fija en tu superficie inmóvil.Pero se sublevaba contra ti y te vencía; llamaba en su auxilio a su aspiración y a su fe, a cuanto había en él de orgullo y de fuerza generosa, y salía de tus infernales dominios donde lo confinaba su fragilidad orgánica, reconfortado, reuniendo fuerzas, acumulando energías y bendiciendo a la vida que es un talismán precioso, un don del cielo que trae la felicidad.
De esta descripción, resalta el hecho de que el narrador se dirige al agua de manera personal. Esto le otorga un poder especial al río como elemento vivo dentro del espacio descrito y también lo dota de ese elemento pecaminoso que hace que Gabriel Montero se observe en una encrucijada; por un lado, hechizado por los efluvios pestilentes del vicio y, por el otro, capaz de salir victorioso en la lucha contra el pecado y la caída. Al mismo tiempo, la serpiente también posee una fuerte carga erótica dada su ambigüedad de ser falo y matriz al mismo tiempo. Con la imagen de Gabriel y el influjo de los miasmas del río sobre su persona, más el calor abrasante y la ausencia de flora que le dé al paisaje un poco de frescura, encuentro al artista en un panorama abrasador e infernal, como el de Dante en el séptimo foso del averno, en el canto XXV:
La cola de la serpiente se hendió en dos partes, y el de la herida hendió estrechamente sus plantas, juntándose entre sí las piernas y los muslos de modo que no se descubría señal alguna por donde la juntura se conociese. La cola hendida tomaba en el uno la forma que se perdía en el otro, y la piel de éste iba ablandándose mientras la de aquél se endurecía.4
El punto de conexión entre los poetas italiano y mexicano tiene más que ver con que en este momento de la novela corta no existe ningún tipo de acción o marca temporal; esto permite interpretar de manera simbólica el cuadro inicial de la narración. Una llamada verticalidad que, como la imagen de la fusión antes mencionada, pertenece asimismo a un cronotopo llevado a la perfección por Dante: “La influencia de la verticalidad medieval del otro mundo es extremadamente fuerte. El mundo entero espacio-temporal es sometido a una interpretación simbólica. Puede decirse que el tiempo es eliminado casi por completo de la acción de la obra”.5
Con la descripción del ambiente, esta vez de carácter onírico, se presiente la debilidad en el temperamento de Gabriel Montero. El primero de los dos sueños que aparece en El enemigo se caracteriza por ser un escenario corrompido y, nuevamente, lleno de símbolos. La pesadilla de Gabriel también se pervierte por el pecado que antes se había perfilado y que, ahora en la narración, adquiere nombre: la lujuria.
Sus noches eran un hervidero de pesadillas sensuales; apenas se comenzaba a dormir veía en la sombra a una odalisca pellizcando las cuerdas de un arpa, miraba a mil cupidillos vertiendo perfumes en abrasados pebeteros, y al son del arpa saliendo de todas partes rondas de impuras mujeres: unas completamente desnudas, otras más inquietantes aún, cubiertas con velos sutiles como telas de araña, y todas perezosas, indolentes, provocativas, torciendo sus cuerpos en inverosímiles escorzos, desatadas las cabelleras, incitantes las bocas, coléricos los granates de los senos; bailando; incitando los apetitos, hasta que el despertar las hacía huir por entre las sombras cadereando…
El arpa representa la tensión entre los instintos materiales y las aspiraciones espirituales.6 En este caso, el instrumento acompaña a la lascivia y al amor corrupto, que se encuentra plasmado en la danza de las seductoras mujeres y de los cupidillos. Nuevamente, se trastoca una imagen de carácter religioso: los pebeteros abrasados que lanzan perfumes al ambiente como si fuera una misa.7 La imagen de la pereza, la lascivia y el tiempo estático se mantienen también en este escenario, por lo cual es posible determinar estos distintos simbolismos.
El tercero de los ambientes descritos en El enemigo es la contraposición de las dos descripciones anteriores: la casa de la familia de Clara Medrano. La casa se encuentra aislada del calor abrasante del mundo exterior, “el refugio en el desierto de la vida estéril y monótona” de Gabriel. Todos los objetos de la casa, amueblada de ricas maneras, inspiran una atmósfera de frescura y tranquilidad: “Cojines con fundas de dril, adornada con lienzos al óleo embutidos en enormes cuadros de madera preciosa; [...] los colosales roperos de caoba de las recámaras, y los tápalos antiguos y multicolores [...] los cómodos canapés y los costureros de laca, y en el corredor los tiestos cuajados de flores; [...] todo aquel ambiente lo atraía y convidaba a su espíritu lleno de invencible cansancio”. Al contrario del exterior, aquí hay sombras y frescura;8 en oposición a los sueños, las maderas y las flores de la casa de las Medrano otorgan una sensación distinta de lo que se conocía del ánimo de Gabriel Montero. Bien puede decirse que este escenario posee un carácter idílico, muy al estilo de la novela familiar, por lo cual, el ambiente bucólico se cierra sólo a los pequeños espacios como el descrito anteriormente: “La unidad idílica de lugar [en la novela moderna] se limita, en el mejor de los casos, a la casa familiar-patrimonial urbana”.9 Según esta perspectiva, Gabriel vive un idilio dentro de la casa de las Medrano. Pero, como se ha visto, este idilio, así como su espíritu artístico, está en lucha contra el ambiente exterior y sus instintos primarios. El pequeño refugio en el que se convierte la casa de Clara es un oasis en medio del desierto abrasador de la ciudad de México. En este oasis, Gabriel se encuentra con la mujer que tanto le atrae; por esto, el espacio donde se reúnen adquiere mayor importancia. En Clara, por estas contradicciones en el ambiente y las existentes en el espíritu de Gabriel, será en quien se deposite el resultado de esta lucha. Para cerrar esta oposición, el narrador describe una escena religiosa que se contrapone al sueño de Gabriel Montero: al pie de la Inmaculada Concepción de Murillo, doña Lucía y sus hijas rezan el rosario:
Clavaba Gabriel los ojos en la madona, y suspenso ante su hermosura, sentía resonar en sus oídos, repercutía a través del tiempo, la descripción sublimemente bella del Apocalipsis:
“Y una gran señal apareció del cielo: una mujer vestida de sol, y la luna debajo de sus pies y sobre su cabeza una corona de doce estrellas.”
Veía sus manos cruzadas sobre su pecho, sus ojos agrandados por el éxtasis, su cabello temblando sobre sus hombros, y visitada por el Espíritu Santo que hacía oscilar su cuerpo y estremecerse la comba de su seno de marfil; recibiendo el aroma de las avemarías que bendecían el purísimo fruto de su vientre.
Con la letanía que continúa en el relato, Gabriel ve como Clara adquiere los atributos de una obra de arte. Montero labra la imagen de la muchacha como si fuera un escultor que cincela el mármol hasta darle la forma deseada. Por medio de esta imagen realizada al ritmo de las letanías a la Virgen, el protagonista se siente elevado al paraíso, primero por la visión de la mujer, luego por el intercambio de miradas: ambos, tópicos del amor neoplatónico que permea la tradición occidental. El tiempo se detiene nuevamente. La visión queda casi completa. Clara es una imagen casi divina, construida por las manos de Gabriel Montero.10 Para terminar la factura de su obra de arte, Montero le entrega a Clara la literatura piadosa que según Chaves: “Utiliza como una suerte de pornografía celestial para excitar a la beata Clara”.11 Para terminar la obra de arte, Gabriel le construye un ambiente propio para una imagen del culto religioso:
Por obsequios de Gabriel, [la alcoba de Clara] parecía una capillita: el lecho levantábase en medio, blanco y albeante; y sobre él, en la cabecera, puestos por su misma mano un acetre y un rosario; y en los muros, tapizados de rosa y oro, cuadros de santa Teresa, de la Virgen de Guadalupe, de santa Clara y un san Sebastián, adolescente, hermoso y desnudo, martirizado por las flechas.
El lecho, cual altar que se impone en medio de la nave de un templo, alude nuevamente al oficio de la misa. Sobre la cama, la cabecera decorada con el receptáculo de agua bendita y el rosario, elementos para alejar las almas del pecado, o para salvarlas del infierno. Las paredes están pintadas del color de los vestidos de la Virgen y finalmente, colocados sobre aquéllas, los retratos de santa Teresa, quien más cerca está de Dios y quien vivió en carne propia los raptos místicos y la fusión con el Señor tras la conquista de la morada interior; de la Virgen, símbolo de la pureza, la castidad y la abnegación; de santa Clara, quien en palabras del mismo narrador, fue amante y seguidora de san Francisco de Asís, y finalmente, la imagen de san Sebastián: mártir invocado para combatir la peste y a los enemigos de la religión. Esta representación merece ser vista con mayor detenimiento, puesto que las tres cualidades que resalta Rebolledo de la imagen de este santo son aquellas que lo anclan al mundo de lo erótico: “Adolescente, desnudo y hermoso”. En combinación, las imágenes de los santos y las cualidades mencionadas, junto con la cama-altar, se conjuntan como un motivo de anticipación del desenlace de esta novela.12
Con los siguientes espacios, comienza en la novela la destrucción del ambiente idílico, el cual, como ya se mencionó, sólo sobrevive en la casa de las Medrano. Toda la ciudad de México, antaño un lugar místico por sus templos y sus conventos, ha dejado de ser un lugar de reflexión y de recogimiento. El narrador, a través de los ojos de Gabriel, observa el convento de Santa Clara: “Aquel templo, hoy tan abandonado y profanado, había sido en otro tiempo un jardín místico que respiraba arte y recogimiento, y también un claustro dentro de cuyos macizos y pesados muros resplandecían en la sombra flores exquisitas de hermosura y de castidad”. Esta misma situación se repite cuando Clara y Gabriel se encuentran en la fuente del jardín del monasterio “convertido en casa de vecindad [...] la capilla trocada en lugar de comercio; los muros de la iglesia pintorreados al exterior con anuncios de casas mercantiles; nada de lo que fue antes”. Para Gabriel, que no para Clara, los lugares donde su obra de arte puede ser admirada son cada vez menos. El avance de la modernidad, para este artista decadente, es culpable de que la atmósfera de recogimiento y meditación en que se encontraba la ciudad de México haya ido diluyéndose. Con todo, para Gabriel aún quedan espacios místicos y de consuelo en el corazón colonial de México. Esto se observa en las detalladas descripciones que hace el narrador de los paseos crepusculares de Montero y sus visitas a la Catedral, al Sagrario, a la Colegiata de Guadalupe y al templo de San Felipe Neri. De estas descripciones, baste recordar en la que el narrador más se detiene: la Santísima. En este caso, la descripción detalla cada uno de los motivos arquitectónicos de esta construcción, además de que otorga un sentido de cercanía a la realidad para el lector que conoce este edificio del centro de la ciudad de México: 13
Habíasele figurado aquello una ola blanca y altísima, vestida de espuma y adornada con volutas caprichosas; un primoroso bordado más fino y sutil que los que labraban con infinita paciencia las religiosas en las casullas y las dalmáticas; había encajes delicadísimos de cantera que parecían poder desvanecerse de un soplo; filigranas de piedra como no habían hecho iguales los orfebres; capiteles de columnas donde florecían divinos encantos, y en sus nichos, estatuas de obispos y doctores con su capa pluvial y su mitra puntiaguda, debajo del Padre Eterno que con la tiara en la cabeza y sentado en la silla pontificia, sostiene al Hijo Amado sobre sus rodillas.
El idilio se encuentra a punto de la fractura, esta iglesia ya se observa también como una ola blanca y caprichosa que, como dice Chevalier, representa el principio pasivo de quien se deja llevar, pero que también puede ser levantada de manera violenta: “Su pasividad es tan peligrosa como la acción incontrolada. Representan la potencia de la inercia maciza”.14 Esta es la misma fuerza que empujará a Gabriel a destruir su obra de arte, fuerza mezclada con el hastío ante la modernidad y su efecto sobre estos pocos espacios idílicos15 que permiten la felicidad, la contemplación y el recogimiento.
Un último sueño ocurre antes que el final se precipite: Gabriel, presa de sus imágenes, observa un jardín y luego un incendio. El ambiente fresco y el espíritu artístico han cedido su lugar y han dejado paso libre al pecado, al instinto: “El horroroso miedo con todos sus martirios o la alegría agitando los cascabeles de su risa”, Gabriel ha perdido la batalla por el arte y se encuentra a merced de los sentidos, de lo primario. Al despertar, no piensa en otra cosa más que en dirigirse a casa de las Medrano en busca de Clara. Tras esta ilusión fantástica, el tiempo se detiene una última vez para llenar de símbolos el último espacio descrito por el narrador.
Clara se encuentra en el jardín de la casa, vestida con el hábito de religiosa y convertida en la madona que creó Montero por medio de su arte. Gabriel observa a su creación rodeada de diversos símbolos de lo fecundo y de la sexualidad, otro motivo anticipatorio del final:
Se acercó a ella; la vio despojando las plantas de las hojas secas; empinando la regadera sobre los brotes raquíticos; escarbando la tierra húmeda cuyo aliento despierta instintos malsanos; contemplaba sus brazos de diáfana porcelana bruñidos, y acercándose más para ver un capullo de rosa, sintió en el rostro los cabellos de Clara que lo hicieron estremecerse; y cortando el capullo entreabierto lo aspiró, lo deshojó como se deshoja una virginidad; lo llevó a su boca sintiendo las espinas del tallo como uñas cosquilleantes de mujer.
Al regresar al inicio de la novela, recordará el lector el cronotopo con el que se inicia: el calor abrasante, el sol perezoso y sin moverse por el cielo sin nubes. En este caso, la descripción del jardín es muy semejante: “Los rayos de sol, rojos y calcinantes, asaeteaban la altísima ropa teñida sobre el barandal; como vaho de oro humeaba el polen en los cálices de las flores; columpiábanse, tocando aleluya, las campánulas; se ayuntaban las hojas suspirando”. El ambiente exterior ha tomado posesión de la casa de las Medrano; el clima de frescura y castidad fue invadido por los motivos infernales y los tópicos de fertilidad. Esta invasión del escenario exterior destruye el último bastión de lo idílico. Junto con esta destrucción, el narrador abre un último cronotopo: el umbral de la puerta de la habitación de Clara: “Éste puede ir también asociado al motivo del encuentro, pero su principal complemento es el cronotopo de la crisis y la ruptura vital”:16
Y Gabriel desfalleciendo de amor, despertada en su cuerpo la lascivia, veía a Clara transfigurada, incitando su lujuria, más provocativa aún por su inocencia; y al rozarse sus cabellos y al tocarse sus manos esperezábase como una fiera de deseo, delante de aquella virginidad en flor.
Detrás de ellos entreabría sus alas la puerta de la alcoba, y en aquel instante, como un relámpago en la inmensidad de la noche, cruzó su conciencia un trágico pensamiento; sintió una ansia infinita de posesión; cayó en su espíritu la profanación como una lágrima venenosa.
¡Qué delicia!, ¡qué filtro tan embriagante el del sacrilegio! Poseer a aquella virgen pura como una hostia en aquel recinto, silencioso y solitario como un templo.
Tras la ruptura del idilio, viene la violación y la destrucción de la obra de arte por parte del mismo creador. Gabriel ultraja a Clara y se aleja, sin musitar una palabra, del templo profanado —la alcoba de la mujer— y baja una escalera:
símbolo de la caída y el despeñamiento hacia la puerta del infierno. El pecado ha sido consumado, el triunfo de los instintos básicos sobre el espiritualismo es lo que obliga a Gabriel a alejarse como un ebrio del jardín, expulsado como
Adán cuando sucumbió ante la tentación de la serpiente.
La descripción del carácter de Gabriel es amplia, que no abundante; son unas cuantas características las que menciona el narrador acerca del personaje principal. El verdadero carácter de Montero se observa por la construcción que el narrador realiza de los cronotopos mencionados en este análisis. Cada uno de los ambientes exteriores e interiores refleja una parte de la condición de Gabriel Montero. Desde su afinidad con la religiosidad, la contemplación y la meditación, marcados por sus visitas a los templos; pasando por su ánimo de búsqueda de tranquilidad y paz, simbolizado por el pequeño idilio vivido dentro de la casa de las Medrano; hasta llegar al ambiente exterior, ése que marca la pereza, el ambiente infernal en donde sólo se puede acudir al pecado y a la satisfacción de los instintos primitivos. Cada una de estas esferas se refleja en las distintas facetas del temperamento de Gabriel, el artista que decide crear una obra de arte etérea en el cuerpo de Clara y luego destruirla ante la fatalidad (que intuye) de tener tan estética creación en un mundo moderno que no respeta la condición del arte por el arte.
Cada uno de los ambientes está cargado de diversos simbolismos. Cada escenario se describe cuidadosamente y el narrador que así los presenta enfatiza los elementos que el lector debe observar en cada uno de aquéllos. Esta observación cuidadosa provoca que el desenlace sea verosímil, ya que los cronotopos se han ido engarzando uno a uno con la narración. Cada paisaje tiene sus propios símbolos que reflejan el espíritu ambivalente de Gabriel Montero y que entraman de manera coherente las reacciones del protagonista, el mundo que lo rodea, su visión del arte y la obra que él mismo construyó y destruyó para mantenerla en la esfera de lo etéreo, de lo idílico.