“¡Y yo venía triste, recordando las navidades pasadas en mi infancia y en mi juventud, y sintiéndome desgraciado por verme en estas montañas solo con mis recuerdos! ¿Qué valen aquellas fiestas de mi niñez, sólo gratas por la alegría tradicional y por la presencia de la familia? ¿Qué valen los profanos regocijos de la gran ciudad, que no dejan en el espíritu sino una pasajera impresión de placer? ¿Qué vale todo eso, en comparación de la inmensa dicha de encontrar la virtud cristiana, la buena, la santa, la modesta, la práctica, la fecunda en beneficios? Señor cura, permítame usted apearme y darle un abrazo y protestarle que amo el cristianismo cuando lo encuentro tan puro como en los primeros y hermosos días del Evangelio”.
El cura se bajó también de su pobre caballejo, y me abrazó llorando y sorprendido de mi arranque de sincera franqueza.