Quizá uno de los textos más completos y deslumbrantes de la escritora Laura Méndez de Cuenca, como narradora, sea el de La Venta del Chivo Prieto, un relato largo incluido en el libro de cuentos Simplezas, editado por la misma autora en 1910. Este volumen es, vale agregar, una colección de narraciones espléndida que brilla por su consistencia y que merece más atención en el contexto de las publicaciones de esos años y más aún dentro de la narrativa mexicana. Simplezas es un libro ejemplar por la modernidad de sus temas y la calidad prosística que concluyen una suerte de periplo narrativo que va del cuadro de costumbres a la narración realista con tintes naturalistas. En el año del inicio de la Revolución Mexicana y con la edición de novelas precedentes, algunas de corte tradicional y otras de transición, como las de Rubén M. Campos, Heriberto Frías, Federico Gamboa, Mariano Azuela, la maestra y poetisa Laura entrega un libro que se muestra como suma de sus contribuciones en prosa, resultado de su andar por el mundo y como heredera de la novela de costumbres, de la realista y naturalista, pero también de una lectora que no ha dejado su temperamento romántico y la escuela tradicional. Lo que Laura deja ver en el libro es más bien una síntesis de algunas técnicas narrativas bajo la mirada de una mujer entre dos mundos, desde el umbral de Jano, es decir, entre lo tradicional y lo moderno.
Tomemos como muestra para ejemplificar esas virtudes La Venta del Chivo Prieto, relato sobre el asesinato por equivocación de un hijo a manos de una pareja de padres ambiciosa que se ha convertido en una verdadera bestia humana, una pareja transformada por la avaricia, la religión, la superstición y, en general, por la vida atávica de hombres y mujeres que han quedado al margen de los adelantos y el progreso de la vida moderna. Esta historia muestra la condición humana en una de sus expresiones más primitivas y bestiales; una condición que se proyecta hacia una involución suscrita en el ámbito de los relatos que el propio Borges consideraría como parte del catálogo de obras pertenecientes a la Historia universal de la infamia.
La trama de La Venta del Chivo Prieto narra los hechos de horror en un hostal –una venta– ubicado en los márgenes de un pueblo imaginario en la provincia mexicana, las Palmas, un lugar en el que los propietarios fraguan el asesinato de uno de sus huéspedes, un forastero que pide posada y que lleva dos talegas de dinero, pero que por la avaricia y la usura humana acaban con aquello más querido. La narración y la construcción del relato resultan magistrales por la forma como la autora diseña el orden de los acontecimientos, el tema del origen y destino de una familia, que se establece en un lugar con alusiones de pueblo bíblico pero con un trasfondo histórico específico del México del siglo XIX, bajo el armado de una prosa exacta en la que, con oraciones concisas y bien hechas, se filtra información y tensión narrativas.
El personaje principal, una mujer de nombre Severiana, es una huérfana española, inmigrante, que, una vez establecida en Cuba, había pasado a territorio mexicano en forma marginal. La escritora ilustra este hecho con prosa exacta y metafórica: “Cuando la resaca deja sobre las costas del Golfo de México, los organismos podridos en que abunda, muchas Severianas desembarcan en Veracruz, muchas vergüenzas nos encienden las mejillas, mucho lodo nos salpica.” Esta Severiana, matrona de La Venta, “hecha estatua, con los brazos en jarra”, quien trataba como esclavo al marido, había fundado un mesón contra el parecer de todo el pueblo. Por su parte, el esposo Desiderio, quien había renunciado a una familia de bien por el amor a la mujer, se había convertido también en una bestia por el trabajo que realizaba con los animales en dicha venta que, además, vendía forrajes y alimento. La pareja había tenido un solo hijo que era la encarnación de la belleza en cuerpo y alma, un “verdadero santo” –informa la narradora–, frente a la bestialidad de los padres. Laura, en prosa puntual, nos dice del heredero: “Máximo era una cadena de flores enlazando dos fieras salvajes”. El hijo encarnaba, en efecto, todos los valores de la virtud: ideal, amor, deber, religión, patria, etcétera, mientras los padres reproducían cada vez más los valores contrarios, los del mal, a pesar de ser ella misma forastera de origen con propósitos de progresar en México. Esta condición retroalimentada por la ambición, la avaricia, el fanatismo y la superstición terminarían por aniquilar, por accidente, a manos del sumiso esposo, al único hijo idolatrado. No hay que olvidar que esta pareja tiene una carga histórica específica en tanto la autora, por un lado, se refiere al origen extranjero de la Severiana y, por el otro, la ubica dentro de un contexto específico: los padres de Máximo habían reconstruido una casona que fue baleada por la invasión norteamericana de 1847, y que también había sido plataforma para que la misma Seve hubiera luchado en contra del segundo imperio, la invasión francesa. Sin embargo, vemos que esta defensa no es plenamente patriótica ya que la madre lucha por una fe ciega, por su hijo y por rechazo a todo lo extranjero, como para resaltar el impulso primitivo y egoísta. En otras palabras, la autora parece decirnos que en la Severiana estos impulsos instintivos eran también negativos, a pesar de tener presente las raíces, el medio y otros orígenes históricos, sociales y culturales.
Lo interesante es que el comportamiento y la fatalidad de los personajes nos revelan, como en las novelas de Émile Zola o, acaso, como en aquella payita del mejor poema de Salvador Díaz Mirón, la fuerza y bestialidad de los actos por intuición que prevalecen sobre la civilización y los progresos humanos.
En su texto la autora evoca personajes y costumbres rurales que subsisten como engranajes de fuerzas atávicas del hombre y que por una razón inexplicable se contraponen a la evolución del hombre y sus adelantos. Laura nos retrata en una versión femenina la crueldad humana, y como en la novela de Zola, La bestia humana (1893), donde el personaje es misógino y brutal, aquí nos muestra a una mujer que entre más fomenta esas expresiones –la superstición basada en el fanatismo de la religión como antídoto del mal– más aumenta la brutalidad y primitivismo de los actos en una cadena sin fin que la llevan a la imposibilidad de eludir el destino final. La manera como Laura hará exponencial el poder del mal sobre el bien resultan de la habilidad de la autora en el manejo de una prosa realista, a veces impresionista, que recuerdan el trabajo del realismo y la bestialidad in crescendo lograda al final del poema de Díaz Mirón. En los últimos versos del “Idilio” del veracruzano, el personaje principal, una payita con descendencia italiana que termina en costas del Golfo de México –como la Severiana de Laura Méndez de Cuenca– es acosada por un campesino para poseerla sexualmente. Lo interesante es que esa posesión se da mediante una sensualidad del paisaje y se sugiere la copulación brutal a través de la mímesis de la bestialidad de las cabras sobre riscos de la costa. Se trata, curiosamente de un texto del escritor veracruzano publicado apenas un año antes (1901) de la escritura del cuento de Laura, el 24 de diciembre de 1902 en Saint Louis, Missouri.
En todo caso lo que resulta un acierto narrativo en el texto de Laura, a diferencia del trabajo metafórico y acentual del poeta mexicano, es la manera como la escritora condensa información en oraciones puntuales y ordena la sucesión de episodios, una vez que los padres han ideado el plan de asesinato y robo del forastero. En ese sentido, el punto de tensión narrativo, me parece, estriba en el momento en el que hay un enroque entre el personaje, que se da cuenta de la posible amenaza de robo, y la llegada subrepticia del hijo, que en aquella ocasión había anunciado que dormiría fuera del mesón. Una serie de coincidencias harán que los padres, obnubilados en su misión, no se percaten de dicho enroque en el aposento del hijo. El asesinato se ejecuta y los padres sólo al final descubrirán la identidad del hijo. Laura logra hacer que la huida y el temor del forastero a ser robado coincidan con el primer intento de asesinato y arrepentimiento del padre. Con ello se intensifica la tensión del relato y permite que la llegada nocturna y sigilosa del hijo –otro arrepentimiento– se realice en perfecta secuencia de sucesos. Es entonces cuando la Severiana ha persuadido a su marido de nueva cuenta de que realice el asesinato después de un altercado. La narradora sostiene: “La bestia humana, sobreponiéndose de nuevo a su miserable cómplice, le empujó a subir por segunda vez, armado de cuchillo y linterna.” Y a continuación, para destacar el hecho sin límites de la bestialidad del acto de la pareja y una vez que “[e]n el mismo sitio donde poco antes había estado el chivo en barbacoa, echáronle sin preces y lágrimas”, Severiana apela al sentido común y cuestiona al marido –con un sesgo de ironía por parte de la autora–: “¿Hemos de ser tan bestias que le enterremos con las alhajas de valor?...” Es entonces que el horror de la escena final culmina con esa imagen de tensión brillante: la luz lunar desenmascarando a la víctima con la sonrisa del hijo muerto en dulces sueños.
El relato fue escrito en tierras estadounidenses, país en el que por segunda vez Laura era comisionada por el gobierno de México para reportar los adelantos en enseñanza primaria de los colegios del norte de América. Esta experiencia en la maestra fue definitiva porque le permitió el estudio de los sistemas educativos bajo las nuevas pautas científicas y pedagógicas de tal suerte que tenía muy presentes las leyes de la herencia, la sicología y el determinismo social, elementos contrapuestos en esta historia y que son parte de los tensores implícitos de la misma. Por otro lado, la experiencia narrativa, paralela a la escritura de La Venta, coincide además con la aparición de El espejo de Amarilis, novela de corte costumbrista que centra como uno de sus temas esenciales la vida de un médico frente a la superstición. La modernidad y universalidad de La Venta del Chivo Prieto resultan más patentes cuando protagonistas como la Severiana nos recuerdan muy bien la trama y personajes de películas como Jean de Florette (1986) de Claude Berri en la que el tío, protagonizado por Ives Montand, viejo de un pueblo en la provincia francesa que quiere restablecer su posición de patriarca, es conducido por la avaricia y la envidia ante el optimismo e ilusiones del sobrino y el descubrimiento de un pozo de agua.
Laura Méndez en La Venta del Chivo Prieto trasciende la narración de cuadros de costumbres y allana en territorios que van más por la prosa realista y el naturalismo en boga, una técnica que parece llevarla por los lienzos vigentes de los cuadros de Caravaggio.
Agosto de 2010
Instituto de Investigaciones Bibliográficas / UNAM