Cuenta Luis González Obregón1 que 35 monjas que vivían en el convento de capuchinas de la ciudad de México fueron desalojadas de su morada el 13 de febrero de 1861. Esto, a consecuencia de la medida de refundición de conventos que emitiera el gobierno constitucional encabezado por Benito Juárez. En primera instancia, las monjas fueron llevadas al inmueble que la orden tenía en la población de Guadalupe Hidalgo, cerca del cerro del Tepeyac. Allí, las hermanas capuchinas se mantuvieron en clausura un par de años más, hasta que las exclaustraron en febrero de 1863. Entonces, continúa el cronista, fueron distribuidas en distintas casas particulares en las que se alojaron durante unos tres meses más. En junio de ese año, se reunió nuevamente a estas religiosas para enclaustrarlas en una casa de retiro. Posteriormente, algunas de ellas pasaron al convento de La Antigua Enseñanza, en la ciudad de México. Finalmente, continúa sin mayores especificaciones el relato, las monjas fueron nuevamente dispersadas.
El inmueble fue destruido completamente. Apenas una semana después de la exclaustración, el 20 de febrero de 1861, el convento empezó a ser derribado por orden de la autoridad municipal con el fin de abrir una calle que entonces fue llamada Miguel Lerdo de Tejada (hoy Palma). El terreno restante se dividió en lotes, el producto de cuya venta, poco más de 66 000 pesos, fue destinado a la instrucción pública.
La casa de las monjas capuchinas había sido construida a lo largo de un periodo que se extendió buena parte de los siglos XVII y XVIII. Fundado por voluntad del arzobispo de México, Mateo Zagade Bugueiro, contó con el apoyo económico de doña Isabel de Barrera, viuda del capitán Simón de Haro. Habiendo ocupado inicialmente el espacio de la casa de la donante, el convento fue ampliado avanzando sobre algunas propiedades más. De tal forma, llegó a ocupar un espacio que iba de la actual calle 16 de septiembre a la de Venustiano Carranza, (antes de la Acequia y Capuchinas, respectivamente). Aún con ello, el inmueble, que estaba dedicado por voluntad de su donante a san Felipe de Jesús, resultó ser de muy reducidas dimensiones para los parámetros de la ciudad de México, pues no llegó a ocupar 3 150 m2 de superficie (cuando algunos conventos de la ciudad llegaron a tener diez veces más terreno).2
Capuchinas, si bien pertenecía a una orden mendicante que vivía conforme al voto de pobreza y estaba caracterizada por mantener una rígida disciplina en el comer, el vestir y en general en el acatamiento a la regla de vida (que entre otras cosas obligaba a vivir siempre “al día”), se convirtió pronto en un espacio de gran atractivo para las jóvenes de la capital mexicana que deseaban seguir una vocación religiosa. Se mantuvo siempre, sin embargo, como una comunidad pequeña.
La destrucción del “pequeño y pobre” convento fue parte de una política seguida por el gobierno liberal una vez finalizada la Guerra de Reforma (1857-1860). Al iniciar 1861, en la ciudad de México existían veintidós conventos femeninos, de los cuales nueve fueron suprimidos.3 La idea en ese primer momento era concentrar a las religiosas en pocas comunidades. Esta decisión respondía al deseo de desalentar un modo de vida que era considerado, por lo menos, inoperante, si no es que pernicioso. A este respecto, y a manera de ejemplo, se puede citar que durante la guerra civil un prominente liberal, Santos Degollado, había argumentado que con la Reforma, “Ya los claustros no aprisionarán víctimas del fanatismo y de la avaricia, ni servirán de guarida a los enemigos del trabajo y, como en tiempos de Jesucristo, los hombres y las mujeres se consagrarán a Dios en medio del mundo y de las ocupaciones de la vida civil”. 4
Éste no era un deseo nuevo. De hecho, venía de muchos años atrás. Durante el siglo XVIII la corona española había desarrollado una política con la que buscaba “secularizar” al clero regular.5 Ya en el México independiente, en 1833 para ser más precisos, se eliminó por primera vez la coacción del gobierno para obligar a mantener los votos religiosos. Esta medida fue revocada en 1854 y se restableció en 1856. En 1859, con el fin de alcanzar la extinción de los conventos de monjas en un plazo relativamente corto, el gobierno liberal prohibió la profesión de fe de novicias. Fue hasta 1861, el momento que da sentido al relato de Leduc, que se cerraron varios conventos y las monjas fueron remitidas a otros inmuebles de la misma naturaleza.
En un principio la medida sólo afectó algunas comunidades, sin embargo, en 1863 se decidió suprimir los conventos de monjas. Algunas de estas comunidades fueron restablecidas temporalmente durante la Intervención Francesa y el Segundo Imperio (1862-1867). Sin embargo, con el triunfo republicano definitivo, hubieron de dispersarse nuevamente.
Con la llegada al poder de Sebastián Lerdo de Tejada, las Leyes de Reforma, promulgadas por el gobierno constitucional en Veracruz entre 1859 y 1860, fueron elevadas a rango constitucional y se expulsó de México a la última orden religiosa femenina en activo, la de las hermanas de la caridad. Todavía en 1885 y 1889 nuevas disposiciones buscaron que se asegurara el respeto a la legislación reformista en lo referente a la prohibición de órdenes monásticas.
Importantes impulsos para la destrucción de los conventos fueron el de la reestructuración de las formas en que se poseían y manejaban las propiedades, fincas, terrenos, edificios y construcciones en el país y el de la reordenación de los espacios urbanos. En el primer caso —desde la promulgación en 1856 de la Ley de Desamortización de Fincas Rústicas y Urbanas Propiedad de Corporaciones Civiles y Eclesiásticas, conocida como Ley Lerdo—, un objetivo central fue el de crear un núcleo de nuevos pequeños propietarios rurales y urbanos. Se deseaba que los individuos, con su trabajo, su aspiración de progreso y su laboriosidad pudieran labrarse un patrimonio y, con ello, contribuir a la creación de la riqueza social. Para lograr esos propósitos, se consideró indispensable fragmentar y privatizar terrenos y edificaciones. A este deseo se aunó, durante la Guerra de Reforma, la pretensión de los liberales de privar de sus recursos al principal financiador de sus enemigos, lo que contribuyó de manera importante a este proceso.
Una vez terminada la guerra civil, en casos como el del convento de capuchinas, se desató el deseo de incorporar valiosos solares al mercado inmobiliario. En los años 1860, el lugar en el que estaba ubicado el convento del relato se revaluó de manera importante. Su ubicación en el centro de la ciudad capital desempeñó un papel importante para elevar su costo. Quien llegó a ser ministro de hacienda del gobierno de Porfirio Díaz, José Yves Limantour, fue indemnizado con un lote en los terrenos del exconvento. El mismo Díaz tuvo su casa particular a unos cuantos metros de donde había estado el convento, en la calle de la Cadena. Cerca de esa zona, llegarían a establecerse los grandes almacenes departamentales de la ciudad de México, como El Palacio de Hierro (1891) y el Centro Mercantil (1899). Un poco más al oriente, sobre la mencionada calle de la Cadena, se estableció la primera institución financiera moderna del país, el Banco de Londres, México y Sudamérica (1864).
La primera exclaustración, la de 1861, que formó parte de la refundición de los conventos de monjas, fue una medida impuesta por un grupo pequeño de personajes del poder y llevada a cabo con celeridad y secrecía. La medida no se hizo del conocimiento de las afectadas sino hasta el último momento y tuvo lugar en un mismo día y a una misma hora. De acuerdo con algún testimonio del hecho, la experiencia del traslado fue aterradora: “A media noche vinieron a sacarlas para llevarlas […] en los carros de la ambulancia donde todas espantadas iban rezando a gritos magníficas, misereres y cuanto se les ocurría, hendiendo los aires con cruces que hacían con la mano, pues no cabe duda que la atmósfera estaba impregnada de demonios”.6
Pero, tal vez, el costo mayor haya sido el que sufrieron las monjas en el desarrollo de su vida cotidiana. La rígida disciplina de antaño fue convirtiéndose en una cuestión personal: “pues ya no les quedaba […] más vigilancia que la de la conciencia de cada una y según lo permitían las circunstancias se entregaban más o menos al cumplimiento de las leyes que habían profesado”.7
Quedaron, pues, las religiosas, sujetas a reglas de vida que no eran las suyas, a las que no estaban acostumbradas. Por otra parte, si bien la ley respectiva establecía que al momento de la exclaustración cada monja debía recibir una dote para garantizar su subsistencia, los recursos no fueron los suficientes para asegurar la sobrevivencia de las religiosas.
En otro sentido, a pesar de que la política anticlerical juarista se fue atemperando con el tiempo, las comunidades desintegradas (pero vigentes en muchos sentidos) vivieron varios años en constante zozobra. La prensa y algunos grupos de presión orillaban a las autoridades civiles a cuidar que no se reconstituyeran esas organizaciones. Así, en 1871, el gobernador del Distrito Federal inició una nueva campaña de exclaustración.
Sólo sería hasta varios años después, con la política religiosa de Porfirio Díaz, la cual prescindió del cumplimiento de las leyes respectivas, que se pudo reconformar el mundo de las religiosas católicas.