No sé por dónde empezar. Tampoco sé si hubo culpa. ¿De ella? ¿Mía? Lo curioso es que, al mismo tiempo que empecé a tener una noción mucho más clara de las cosas que podían ocurrir y que ocurrirían, comencé a perder toda noción del bien del mal y, sobre todo, de mi responsabilidad en el curso de los acontecimientos o de esa extraña sensación de peso y extrañeza que primero se fue cuajando poco a poco y después llegué a dejar de percibir. Yo y Celina y los gatos empezamos a ser como fichas de un juego manejado infaliblemente por un jugador diabólico que, estoy casi seguro, podría ser el mismo Demonio. Vuelvo a releer lo que he escrito y me parece bastante insólito. Quiero decir que no es algo que yo, normalmente hubiera pensado.