Cuando cumplí once años, el director del ballet de un teatro de tercer orden decidió que me sería conveniente aumentar el número de sus figurantas; estudió el precio de mis servicios en la desnudez de mis formas y dispuso con engaño que al día siguiente recibiría el bautismo de fuego en su habitación. Allí tuvo lugar una escena horrible...
Pálida, triste, llorosa y afligida, salí de aquella casa maldita, avergonzada de una falta que no había cometido.
Desde aquel día, devorando libros deshonestos y prostituyendo mi imaginación con figuras obscenas, combatí el veneno de la lujuria con el frío indiferentismo de mi carácter.
Rompí la última cuerda de ese violín que se llama en el mundo sentimiento.
Pensé en las delicias de las aventuras galantes y resolví que latiendo en mi pecho una alma de artista el destino me llamaba a perfeccionar el oficio de cortesana.