La hermosa cabeza de mi amigo apareció a mi vista, pálida, mustia, llena de contusiones y desgarraduras, con una ancha herida en el cráneo, ya casi con la expresión indefinible de la muerte. Un grito de horror, mezcla de espanto y de pena, brotó de mi garganta y, temblando de pies a cabeza, le puse una mano en el pecho. El corazón palpitaba débilmente.
Con un cuidado exquisito lo subimos a su habitación y lo colocamos en el lecho.
–El corazón late —dijo el doctor X—. ¡Hay esperanza!