Mezclábanse en el hueco cerebro de La Rumba ya reminiscencias melancólicas, ya pensamientos de arrepentida o una desesperación infinita, la del orgullo abatido.
No había saciado sus caprichos, no había figurado en otra esfera, no se levantó del pantanoso nivel de los rumbeños, no; había descendido…, sí, era descender, morirse, enlodarse, aquello de estar a merced de un ebrio miserable a quien le pedía de rodillas una reparación y respondía… ¡no me he de casar sino con muchos pesos!
Se le escapaban algunos detalles o más bien no quería pensar en ellos porque su amor propio quedaba por los suelos. Cornichón se lo hizo comprender en una agria disputa. Quiso botas y no podía andar con ellas, la sofocaba el corsé, se le ladeaba el sombrero, se le despegaba el vestido y no, no, era preciso confesarlo, no había nacido para rota.