El excelentísimo Señor volvió hacia mí sus ojos, dio orden de despejar la sala, que no quedara nadie, descolgó las cortinas, desplegó un volumen impresionantemente grueso, amarillento y grande; se sentó ante éste en el sillón de honor de su escritorio, y entrecerró los ojos hundidos en pensamientos. Luego ensartó con su mirada el techo, y como si hablara en nombre de las vigas, empezó a decir que sí con movimientos de cabeza. Finalmente, en un tiempo en que yo ya había empezado a divertirme y a contar las bolitas de una de las filas de bolitas que marchaban al sesgo en su corbata, despegó los labios —¿seguirían aceptando las vigas su mirada?
—Va usted —murmuró— a llevar, a toda prisa y dentro del mayor secreto, este paquete a cuatro personas cuyo nombre y dirección no me es dado revelar.