Aristeo corría, por calentarse, e Isabel lo veía empequeñecerse en la playa solitaria. Ella, en la silla de tijeras, continuaba su bordado. Aquel mar le gustaba, pero la ponía triste.
Sentía ganas de musitar algo otoñal y marchito, como algunos versos que trataba de recordar: “espera la caída de las hojas”, o bien “... juventud, divino tesoro”. Pero no era eso, no era el otoño, era el norte, y más que un viento parecía un estado de ánimo.
“Nostalgia”, “lejos”, “horizonte”, eran palabras que iban y venían sin conexión aparente, sugeridas por el mar plomizo y el cielo encapotado.