Algunas noches, Nicole despertaba de pronto y sin moverse, se dejaba sentir la callada separación del cuerpo de José dormido allí, en su cama, perpendicularmente al suyo, hasta que la vida de ese cuerpo flotaba con una rara dulzura sobre toda la oscuridad del cuarto.
Ése era el amor, grande y silencioso, incierto y cálido como la suavidad de la lana de la manta en la que ella se arrebujaba entonces; pero quizás sólo era el amor porque lo había sido y ahora ellos vivían de la misma manera que sus dos ascéticas camas, sin ninguna molicie, unidos en un solo punto, perpendiculares el uno al otro.